miércoles, 7 de enero de 2015

La madame


Nuestro amor era penetrante y silencioso. Se materializaba en forma de sexo mudo, solo a veces acompañado de gemidos casi inaudibles que asomaban tímidos a las gargantas. No me eligió por ser la más bonita ni la más joven, al contrario. Hacía mucho que mi cuerpo presentaba los signos inequívocos del paso de los años y de tantos servicios en la profesión. En aquel tiempo centraba mi actividad en la gestión del negocio heredado de mi madre, pero Martin era distinto a todos los demás y lo que empezó siendo una excepción pronto se convirtió en una llovizna pertinaz que me caló hasta los huesos.

Martin era un ser melancólico. Aparecía sin avisar, con su camisa abierta hasta el ombligo y su barba de varios días, un aspecto poco habitual entre los descendientes de los colonos. Si me encontraba de espaldas frente al tocador se aproximaba por detrás y me besaba la nuca. Me giraba y atraía mi cabeza hacia su vientre con los dedos enredados en mi pelo; si me encontraba descansando sobre la cama se tumbaba junto a mí y pegaba su mejilla a mi pecho. De una u otra forma así permanecíamos varios minutos, sumergidos en la inmovilidad. Tan solo a veces, cuando se iba, intercambiábamos nuestras únicas palabras: «¿Por qué yo?» le preguntaba. «Porque callas, porque siempre sabes lo que hacer». Después se perdía sigilosamente, hasta que otro día indeterminado aparecía y repetíamos nuestro ritual.

Decía un novelista que conocí que cuando algo sucede, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo. Lo que sucedió se llamaba Lily. Su belleza lánguida y sosegada encandilaba a los clientes. Todo en ella era menudo y aunque no era la chica más joven del burdel, su sonrisa inocente, sus pechos pequeños casi infantiles, sus caderas como a medio formar, atraían a los hombres de uno y otro lado del lago. El negocio prosperó mucho con su llegada y pude enviar importantes sumas de dinero a mi hija, quien entonces vivía en Europa junto a su padre. Todo iba bien. Hasta que él se enamoró de Lily.

Martin espació las visitas a mi alcoba cada vez más hasta que dejaron de existir. Intuí desde el principio que se encontraban a escondidas y una noche los vi. La imagen de sus cuerpos enlazados en el porche trasero me persiguió durante meses. De nada me sirvió la experiencia acumulada por el trato con hombres de toda condición, el saber cómo funcionan sus mentes. Los celos me devoraban. Después de tantos años las pasiones más primarias habían quedado al descubierto y no sabía cómo manejarlas. A eso nadie me había enseñado.

En aquella tierra la densidad del aire marcaba el paso de la mayoría de los acontecimientos y también la locura de sus habitantes. Una tarde se volvió muy pesado. El ventilador apenas podía moverlo y costaba respirar. Comenzaba a anochecer cuando las chicas acudieron al salón principal entre gritos, también los escasos clientes que a esas horas nos acompañaban. Lily estaba tumbada inmóvil sobre uno de los divanes, tenía un círculo rojo en la frente. Martin apareció a mi espalda de la nada, como solía hacer, y me tomó delicadamente por los hombros. Intenté abrazarlo pero me lo impidió. Al girar la cabeza hacia mi mano lo comprendí: el maldito revólver todavía humeaba.

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Imagen: Mujer frente al espejo (Miklos Mihalovits).

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Autora del texto: Lydia Cotallo
Blog: Frida

2 comentarios:

  1. Relato muy bello sobre la madurez, el amor y los celos. Me ha encantado Lydia. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Mar. Me alegra mucho que te haya gustado.

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