Nuestras visitas a Villa Udaondo eran frecuentes allá por la década del 80. Mi familia y yo recorríamos sus calles de tierra aun en pleno verano, con el sol pegando sin piedad, a la hora de la siesta. El río de la Reconquista era una presencia próxima que se adivinaba al otro lado del cinturón ecológico; pocas veces nos acercábamos a él. La mayoría de los paseos que realizábamos consistían en caminar por el área conocida como “El Jagüel”. Mientras, las chicharras proveían un fondo musical que subjetivamente nos hacía sentir más calor. “Hay pan”, anunciaba categórica la pizarra de la única despensa. Lo mejor era cuando encontrábamos algún automóvil quemado, abandonado a la vera de cualquiera de esas calles; los chicos nos metíamos en él y simulábamos conducir, en el caso de que le hubiera quedado el volante. También existía la opción de darlo vuelta y usarlo como subibaja, una vez que nos aburríamos de jugar dentro.
Por aquel entonces, esa zona de Udaondo, cercana al puente Márquez, poseía grandes extensiones de campo en estado virgen. Los yuyales, donde los perros de raza indefinida se lucían como diestros cazadores de lauchas, cubrían la mayor parte del paraje. Uno podía andar varias cuadras sin cruzarse con ninguna persona. Incluso resultaba más fácil ver gente a caballo que a pie. Y ahora que hablo de “a caballo”, la recuerdo a ella, cabalgando.
Era la pareja del hombre más rico del lugar. Notablemente más joven que él, tanto como para que hubiera comentarios al respecto. Los chicos la veíamos pasar al galope, montando como una amazona, y nos quedábamos en silencio; apenas compartíamos una mirada cómplice, inmersos en la estela de polvo que dejaba detrás. Era muy atractiva, y nosotros, hombres en potencia, lo percibíamos. Su edad debería rondar los veinticinco años. Dueña de una belleza agreste, de piel blanca y cabellos castaños, vestía jeans muy ajustados. La enorme quinta en la que pasaba los fines de semana junto a su concubino tenía piscina, y pese a que el cerco verde de ligustrina sólo permitía ver minúsculos fragmentos de su interior, cierta vez oí a unas mujeres envidiosas decir que la habían visto en tanga, con un tono de desaprobación en su voz. Creo que, secretamente, estábamos todos enamorados de ella.
Una de esas siestas de verano, salimos a dar nuestro habitual paseo. Desde lejos, al costado de una calle que atravesaba un sector en que los retoños de álamos superaban la altura de un hombre, divisamos un auto quemado. El vehículo tenía un diseño moderno para la época; un Ford Sierra que no olvidaré mientras viva. Intentamos una carrera hasta él. Corrimos entre risas, felices. Faltando poco para llegar, el que llevaba la delantera se frenó e hizo un gesto con su mano derecha pidiendo que lo imitáramos.
—Hay alguien —dijo.
Seguimos caminando todos en racimo. Pasamos por al lado del auto procurando guardar una distancia prudencial, dando una suerte de pequeño rodeo. Miramos por la ventanilla y lo que vimos nos erizó la piel. Conmocionados, regresamos con los adultos que habían quedado rezagados. Les contamos exaltados lo que acabábamos de ver. Describimos escuetamente el horror, con un lenguaje elemental, de niños. Entonces, nos acompañaron a realizar una segunda inspección, la cual confirmó lo que habíamos visto en la primera: se trataba de un cuerpo carbonizado, sin vida. Al observarlo con detenimiento, nos percatamos de que era una mujer. Su ropa estaba chamuscada. No obstante eso, pudimos reconocer el jean ajustado, como así también unos jirones de cabello castaño.
El concubino fue preso. Dijeron las malas lenguas que lo habían perdido los celos, y con razón.
Por aquel entonces, esa zona de Udaondo, cercana al puente Márquez, poseía grandes extensiones de campo en estado virgen. Los yuyales, donde los perros de raza indefinida se lucían como diestros cazadores de lauchas, cubrían la mayor parte del paraje. Uno podía andar varias cuadras sin cruzarse con ninguna persona. Incluso resultaba más fácil ver gente a caballo que a pie. Y ahora que hablo de “a caballo”, la recuerdo a ella, cabalgando.
Era la pareja del hombre más rico del lugar. Notablemente más joven que él, tanto como para que hubiera comentarios al respecto. Los chicos la veíamos pasar al galope, montando como una amazona, y nos quedábamos en silencio; apenas compartíamos una mirada cómplice, inmersos en la estela de polvo que dejaba detrás. Era muy atractiva, y nosotros, hombres en potencia, lo percibíamos. Su edad debería rondar los veinticinco años. Dueña de una belleza agreste, de piel blanca y cabellos castaños, vestía jeans muy ajustados. La enorme quinta en la que pasaba los fines de semana junto a su concubino tenía piscina, y pese a que el cerco verde de ligustrina sólo permitía ver minúsculos fragmentos de su interior, cierta vez oí a unas mujeres envidiosas decir que la habían visto en tanga, con un tono de desaprobación en su voz. Creo que, secretamente, estábamos todos enamorados de ella.
Una de esas siestas de verano, salimos a dar nuestro habitual paseo. Desde lejos, al costado de una calle que atravesaba un sector en que los retoños de álamos superaban la altura de un hombre, divisamos un auto quemado. El vehículo tenía un diseño moderno para la época; un Ford Sierra que no olvidaré mientras viva. Intentamos una carrera hasta él. Corrimos entre risas, felices. Faltando poco para llegar, el que llevaba la delantera se frenó e hizo un gesto con su mano derecha pidiendo que lo imitáramos.
—Hay alguien —dijo.
Seguimos caminando todos en racimo. Pasamos por al lado del auto procurando guardar una distancia prudencial, dando una suerte de pequeño rodeo. Miramos por la ventanilla y lo que vimos nos erizó la piel. Conmocionados, regresamos con los adultos que habían quedado rezagados. Les contamos exaltados lo que acabábamos de ver. Describimos escuetamente el horror, con un lenguaje elemental, de niños. Entonces, nos acompañaron a realizar una segunda inspección, la cual confirmó lo que habíamos visto en la primera: se trataba de un cuerpo carbonizado, sin vida. Al observarlo con detenimiento, nos percatamos de que era una mujer. Su ropa estaba chamuscada. No obstante eso, pudimos reconocer el jean ajustado, como así también unos jirones de cabello castaño.
El concubino fue preso. Dijeron las malas lenguas que lo habían perdido los celos, y con razón.
@Luciano_Doti
http://letrasdehorror.blogspot.com
Me ha cautivado.
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