EL CLUB DE LAS 3 VIUDAS…Y UNA MÁS
Vivir en un pueblo de la vega
murciana es tener garantizada cierta tranquilidad.
Salvando las fiestas locales,
procesiones y otras celebraciones particularmente ruidosas uno puede disfrutar
del cantar de los pájaros.
Esto sí, si no tienes la
suerte de disfrutar de una intensa vida interior…esta paz podría llamarse
aburrimiento.
Por fortuna, la vida social,
los chismorreos, los comentarios del partido de futbol o de la cosecha de
naranjas, siempre inferior a las expectativas, son una fuente inagotable de
diversión.
En este pueblo murciano,
encantador por cierto, unas señoras se habían organizado de la mejor manera.
Eran tres respetables viudas,
y una cuarta que tenía el descaro de, todavía, tener marido.
La figura más destacable del
grupo era doña Carmen, que usaba y abusaba de la superioridad de haber sido la
esposa de un alcalde. El cargo de su cónyuge, fallecido diez años antes, le daba,
según ella, cierta aura de respetabilidad añadida además del derecho de hablar ex
cátedra, de la política y de los problemas del pueblo: “En tiempos de mi
marido, no se hubiese aceptado ver nuestra plaza, nuestro bancos, ocupados por
señores de acento exótico y pinta de indios selváticos, sin hablar de estos
jóvenes melenudos que no respetan a nadie ni a nada”.
Doña Concha, cuyo marido
había sido el feliz propietario de tierras extensas, soportaba bastante mal los
aires que se daba su amiga, y, si no fuese porque la comparación hubiese
parecido algo exagerada, se sentía cercana a la duquesa de Alba, aún si, por sus
tierras, no de podía atravesar toda España..
Doña Mercedes era la
pobretona del grupo pero aguantaba con mucha dignidad vivir con una pensión
mísera y compensaba su pobreza con una labia distinguida.
La gran superioridad de doña
Fuensanta era el tener todavía marido, dueño del mejor “super” del pueblo. Las
referencias constantes a este macho superviviente, irritaban sobremanera a sus
amigas que si “mi marido” por aquí, “mi marido” por allá, cómo si este buen
hombre no tuviera nombre.
Las jornadas de estas damas
estaban planificadas y no dejaban sitio a la improvisación.
Después de un café, un
cuidadoso acicalamiento y algo de tareas domésticas, se reunían para desayunar
en la cafetería del Casino, con una vista inmejorable al trajín de la plaza.
El casino, una sala municipal
algo cutre la verdad, tenía este nombre pomposo, por las partidas de Bingo que
organizaba el señor cura por la buena causa: el arreglo de su templo algo
desmejorado.
La cafetería no era gran
cosa, los bollos del panadero eran frescos, el café aceptable pero, por encima
de todo, el público podía demostrar unos genes definitivamente españoles y, en
su gran mayoría, felizmente murcianos.
De vez en cuando, unos
turistas extraviados rompían esta harmonía, pero se les toleraba, máxime si
eran de tez clara
Después de un abundante
desayuno, el apetito de nuestras heroínas explicando sus redondeces, se separaban…o
no…para dedicarse a sus compras, fuentes inagotables de charlas ignorantes de
las largas colas impacientes.
Los días de mercado ya no
eran lo que fueron con los puestos invadidos de familias de pelo azabache y
cara cetrina, quienes, si hablaban español, eran más extraños y menos tolerados
que los visitantes del norte.
El aperitivo las encontraba
en el bar de toda la vida, en la mano un vino dulce que templaba la fuerza de
la cecina y de las almendras fritas.
Después de un contundente
almuerzo en sus respectivas casas, se
quedaban con la justa energía para echarse en el sofá donde se adormilaban ante
las tertulias rosas, que eran la quintaescencia del chismorreo.
Al fin venía unos de los
momentos álgido del día, la partida de Canasta. Pintadas, con sus joyas
puestas, cada día en casa de una, se entregaban con pasión al juego, con
apuestas pequeñas por respeto a doña Mercedes y a su pensión.
La anfitriona se encargaba de
los pastelitos, pero en el caso de doña Mercedes, las tartas eran caseras. Para
no herir la susceptibilidad de su amiga, dichas tartas eran alabadas como si de
manjares divinos se tratara.
No crea que sus vidas
carecían de eventos. Cada boda de un conocido, o menos conocido, las veía,
fueran o no invitadas, con casi una hora de antelación, sentadas con sus
mejores galas, en la primera fila, relegando a los familiares más cercanos a
peores sitios.
Estos últimos, nunca se
hubiesen permitido la osadía de protestar o pedirles con educación que se
movieran.
Pero a las bodas, preferían
los entierros que no les obligaban a gastarse su dinero en regalos y les hacía
sentirse deliciosamente vivas.
“Fíjate…era mucho más joven
que yo…y aquí está. Bueno, su mujer estará contando el dinero de la herencia…si
es que le deja la nuera…una desalmada”
También tenían ellas algún
que otro retoño, pero estos vivían lejos, en Madrid algunos…y hasta en
Barcelona donde sus nietos hablaban un idioma extranjero.
De vez en cuando, en verano,
venía una tropa de teatro o algún que otro conjunto musical.
Las obras de teatro les
resultaban a veces incomprensibles o de moralidad más que dudosa…aunque de vez
en cuando, unas comedias insulsas merecían su aprobación.
En cuanto a la música, podía
ser agradable pero a los conciertos les sobraban por lo menos media hora y se
perdían a menudo el final sumidas en sueños agradables.
¡Pero no crean que las
señoras no viajaban! Se iban cuatro o cinco veces al año a la capital, la suya,
Murcia; habían organizado una excursión a Caravaca de la Cruz de donde habían
vuelto santificadas; habían ido un fin de semana a Madrid que no les había
gustado para nada… un caos, y estaban planeando un viaje largo de verdad a
Santander.
Estos viajes les confortaban
en la idea que vivían en el mejor sitio del mundo.
Esto podría parecer una vida casi perfecta. Aunque
ya tres de ellas no tenían marido, las menos afortunadas en su matrimonio
habían llegado a la conclusión que a un viejo marido se le remplazaba de forma
bastante ventajosa por una bolsa de agua caliente y una buena televisión.
Sin embargo a este cielo
límpido se le acercaban negros nubarrones…
Algún evento que otro podía
poner patas arriba esta vida tan
organizada y, desde luego, el más excitante eran las elecciones municipales.
Entonces nuestras heroínas,
portadoras de los valores que hicieron en sus días de este país un imperio, entraban
en batalla.
Les encantaban los “meetings”
adónde iban, vestidas con sus mejores galas y con todas las joyas puestas,
tales brillantes árboles de Navidad; les encantaba ir los días de mercado,
distribuyendo estos panfletos a la gloria de su
bien amado alcalde; les encantaba
comentar, con total objetividad, el sentido común y la profunda honradez
del jefe de su partido en su última intervención televisiva.
Por supuesto, fuerte de su pasado
de mujer de un primer edil, doña Carmen, en estas ocasiones llevaba la voz
cantante y toda opinión o sugerencia tenía que contar con su aprobación.
Algunas raras veces sus amigas hicieron el valiente intento de demostrar un
punto de vista propio, pero doña Carmen lo interpretó como un verdadero acto de
rebeldía inaceptable por parte de su tripulación quien, si no sufrió la horca,
tuvo que aguantar durante varios días malas caras y reflexiones furibundas.
¿Para qué enfrentarse a su
amiga si, en el fondo, les unía la misma sensibilidad, definitivamente
conservadora?
¿Por qué pedir cambios si
todo resultaba casi perfecto en su estado actual?
Y llegó el gran día.
Ya se habían encargado los
manjares destinados en la alcaldía a la celebración de un éxito anunciado. El
alcalde, todo sonrisa y amabilidad fue uno de los primeros en dejar su papeleta;
la elegancia y los buenos modales de su esposa fueron muy comentados; en cuanto
a su opositor, un joven cuarentón, arrogante y más falso que una moneda de
veinticuatro pesetas, en el mejor de los casos, se le miró con está
conmiseración que se dedica a los perdedores.
Fue en este ambiente de optimismo y alegría
que cayeron los resultados que hicieron el efecto de una bomba. Con una diferencia
de setenta míseros votos, habían ganado…¡LOS OTROS!
Cuando a la mañana siguiente
se despertaron las amigas, tardaron un momento en recordar cuál fue la
catástrofe que se había abatido sobre su querido pueblo. Cuando el horrible
recuerdo les asaltó, como movidas por un instinto primario, casi al unísono, el
humilde trió de las seguidoras llamó a la puerta de Doña Carmen.
Esta última, con la cara
lavada y el pelo mal arreglado las recibió con todas las muestras del dolor
compartido.
Se sentaron en silencio en
esta mesa camilla que había visto tantas alegres partidas de cartas. Después de
no pocos hondos suspiros, doña Carmen se decidió a hablar:
“¿Qué vamos a hacer? ¿Qué va
a ser de nuestro pueblo?
-Repartirán las tierras entre
los peones, esto, seguro…lo hizo Fidel Castro, dijo Doña Concha con voz de
ultratumba
-No creo que nacionalicen a
los súper mercados, dijo doña Fuensanta, aunque estos rojos son capaces de
todo.
-Lo seguro, añadió doña Mercedes
con algo de satisfacción, es que no tocarán a las pensiones ni a las rentas más
bajas.”
A estas palabras, las tres
miraron a su amiga, con la mirada que tuvo que tener Cesar en su agonía hacia Brutus o Jesús mirando con tristeza a
Judas. La pobre señora bajo la cabeza:
“Lo siento, de verdad que
comparto vuestra preocupación ya que sois mis amigas, pero sólo intentaba
encontrar algo de consuelo.
-¡Qué consuelo puedes
encontrar cuando todo el pueblo está amenazado! Se exclamó doña Carmen. Podemos
despedirnos de la vida que aquí se disfrutaba, ¡ya lo veréis!”
Y efectivamente, unos cambios
se avecinaban…
Lo primero que hizo el nuevo
alcalde fue cambiar el nombre del veterano casino.
“¡Casa del pueblo!, ¡Se lo
imagina! ¡Lo único que nos falta es que a la plaza del ayuntamiento la llamen
“plaza de la revolución!” Así llegó doña Carmen a la partida de cartas del
lunes en casa de doña Fuensanta.
“Desde luego no pienso ya
poner los pies en este antro.
-¿Pero donde celebrará el
señor cura el Bingo?
-Mi pobre Mercedes…
¡Afortunado será este buen hombre si no lo queman en la hoguera. ¿Qué respeto
tienen esta gentuza por la religión? Bueno, si su Dios es Allá podrán rezar
tranquilamente y hasta les pondrán una mezquita.”
Pero el señor cura siguió
celebrando su Bingo en la Casa del pueblo y hasta consiguió un dinerito del
ayuntamiento para su campanario.
Las señoras fueron en misión
de combate a ver al buen hombre que les opuso unas explicaciones que en ningún
caso podían ser excusas:
“Pero Doña Carmen, la casa del
pueblo es del pueblo de Dios, y a Nuestro Señor le importa muy poco la
política. El nuevo alcalde se mostro muy comprensivo ya que nuestra iglesia
también es la suya.
En esta se bautizó, se
enterraron a sus padres e hicieron la comunión él mismo y sus hijos.”
Al salir del presbiterio Doña
Carmen fulminó.
“¡Un cura rojo, lo que nos
faltaba! ¡Me parece que vendió su alma al diablo por cuatro perras gordas!”
Hasta para las fiestas
patronales se llamaron a cinco melenudos que, en vez de esta hermosa música de
la tierra con la cual se podían bailar unos buenos pasodobles, hicieron sufrir
a los oídos sensibles con unos griteríos y ruidos, por lo visto muy del gusto
de los gamberros borrachos. Música para los jóvenes dijeron… ¡menuda juventud!
En nuestros tiempos….
El mundo de las señoras se
hundía, y ni se percataban que en realidad, poco había cambiado el pueblo.
Bueno, desde luego se hizo un centro deportivo de lo más moderno, y una piscina
casi lujosa. Pero lo estropearon de forma estrepitosa, cuando, con una sonrisa
melosa, se les acercó la mujer del alcalde, para incitarlas a participar en las
sesiones de gimnasia para la tercera edad:
“Son perfectas para guardar
la forma y sobre todo recuperar la línea.”
¡Pero que se creía la buena
señora, con sus modelitos de Madrid y su pelo rubio platino! ¡Seguramente
mataba a su marido de hambre para estar cómo un fideo!
Desde luego, no les gustaba
el nuevo alcalde, demasiadas sonrisas, demasiado amable para ser honesto, pero
a su mujer sencillamente no la aguantaban.
Algunos la encontraban guapa,
cuando era solamente chabacana, pintada cómo un coche, carente de estas formas
generosas que eran el orgullo de las mujeres de estas tierras.
Esta mujer, porque de señora
no tenía nada, se había empeñado en poner un “cineclub”, donde se echaban unas
películas incomprensibles, aburridas o sencillamente escandalosas.
Se implicó en la abertura de
un centro de acogida para inmigrantes, donde podían recibir clases de
informática o tener información de sus derechos.
“¡Informática! ¡No te digo!
Si nosotras no tenemos ni ordenador y vivimos tan a gusto, ¿A ver de qué sirve
la informática para recoger naranjas? En cuanto a los derechos…ya me decía mi
padre, hombre de una sabiduría y moralidad intachable, que, antes de hablar de
derechos había que cumplir con sus deberes.”
Y para colmo de desgracias,
Doña Mercedes fue requerida en Madrid por una de sus hijas que temía para ella
una vida demasiado solitaria.
“¡Una vida solitaria! ¡Qué
tontería es esta! ¡Mucho más sola va a estar en Madrid donde no conoce a nadie,
y con su hija, divorciada además, trabajando todo el día! Lo que pasa es que la
niña necesita una muchacha y una tata que le salga barato.”
Pero la pobre Mercedes se tuvo
que ir, muy a su pesar a decir verdad,
aunque quisiera mucho a su hija y a sus nietos.
Fue entonces cuando la señora “alcaldesa”
les propuso unirse a sus partidas de canasta que se habían quedado algo cojas.
“Es que la verdad, yo soy de
Madrid (¡mentira! era de Alcorcón), y los días en un pueblo tan pequeño se me
hacen largos. Mi marido tiene sus responsabilidades, mi hijos ya son
mayorcitos, y no me veo haciendo ganchillo delante de la tele como mi abuela.”
A Doña Concha, a quien le
encantaba el ganchillo y que había llenado camas, sillones y mesas de sus
obras, esta explicación le pareció absolutamente ofensiva. Pero las amigas eran
educadas y, la verdad sea dicha, no encontraron ninguna excusa irrefutable.
Y esto fue cómo las partidas
de canasta llegaron a ser no un placer sino una obligación.
Para la primera, la nueva
integrante propuso su casa.
Antes de llegar las amigas ya
se habían prometido el no perder ni un ápice de la decoración del hogar del
alcalde y de no tener ninguna indulgencia hacia las virtudes domésticas de su
mujer.
Por fuera la verdad la casa
no eran gran cosa, una robusta casa de pueblo, de buenas y sólidas piedras, de
estas casas que los extranjeros encuentran tan deliciosamente típicas.
Pero por dentro las cosas
cambiaban. Parecía nada más ni menos que una sucursal de IKEA, salvando algunos
muebles heredados sin duda de los padres del alcalde.
“Ya ven que a mí me gusta lo
moderno y algo minimalista (¿esto qué diantre significa?). No me gusta ver
estas figuritas de porcelana tan cursis o la clásica colección de abanicos de
la abuela. La casa de mi madre estaba repleta de figuritas de la Virgen,
tapetes de ganchillo y cojines de “petit-point”, y decenas de marcos de plata
con fotos… ¡No se podía una ni mover!”
Por supuesto, Cristina (este
era el nombre de la mujer), estaba describiendo más o menos las casas
respectivas de las tres amigas.
Silenciosas y algo molestas,
se sentaron alrededor de la “mesa de juego”, una de estas mesas cuadradas con
fieltro y portavasos incorporados.
Antes, habían podido
constatar que la casa parecía limpia, pero la verdad, con una casa tan vacía,
la limpieza tenía que ser poca cosa.
Y resultó que la anfitriona
tenía mucha suerte en las cartas y no jugaba mal, y cómo le pareció ridículo lo poco que solían
apostar, terminó ganando un buen dinerito.
Gracias a Dios llegó la hora de la merienda y hacía falta
más que un mal día en las cartas para cortar el apetito de las amigas.
En seguida se propuso Doña
Carmen para echar una mano (y de paso un ojo) en la cocina, lo que aceptó la
señora de la casa de buen grado.
La cocina dejó a nuestra
heroína atónita. Todo acero y blanco reluciente; ¡Ni una ristra de ajos
colgando!; ¡Ni un cacharro de cobre reluciendo! ¡Ni un botijo esperando al
sediento! De las vigas no colgaba ningún chorizo arrugado, ningún jamón
desprendiendo este olor añejo a casa de toda la vida. De hecho esta cocina no
olía a nada.
De una enorme nevera (“mi
marido quería una nevera americana”), la anfitriona sacó dos bandejas, una con
unos pastelitos muy pequeños, y otra con unos emparedados, no mucho más
grandes. Las bebidas eran una limonada donde flotaban hojas de hierba buena y
otro líquido color rosa que resultó ser zumo de sandía con fresas.
En este mes de julio el calor
apretaba, pero esto no impide que a una genuina española un buen café con leche
le pueda parecer un néctar de dioses.
Al traer esta merienda
espartana, la señora de la casa explicaba que intentaba siempre comer poco y
cosas sanas, que no soportaba las bebidas del comercio y que le parecía
importante intentar envejecer con dignidad y cuidando al cuerpo.
A las amigas les parecía
hasta ahora que con buenos manjares y alguna que otra bebida estimulante,
cuidaban divinamente de su cuerpo y de repente se sintieron viejas, anticuadas
y gordas.
Comieron sin alegría los
emparedados (“berro con mahonesa ligera”) y los pastelitos, (“de la mejor
pastelería de Murcia”), regados con las bebidas (“tan sanas y llenas de
vitaminas”), y se fueron silenciosas en sus respectivas casas.
Las tres amigas ignoraban lo
que era una depresión, pero sabían reconocer una humillación. Esta noche se
miraron en el espejo y, por primera vez en su vida no les gustó lo que vieron:
unas casi ancianas, con unos rizos apretados, unas caras rechonchonas que
acusaban profundas arrugas y unas carnes generosas que les obligaban a llevar
vestidos amplios y zapatos cómodos. Mirando sus casas, se dieron cuenta que
eran las mismas que las de sus madres y de sus abuelas, con tapicerías de
flores, un montón de cuadros mediocres, figuritas, plata expuesta y nunca usada
y montones de fotos de padres, abuelos, hijos, nietos, unas vidas acumuladas en
una especie de rastro anticuado. Siempre se habían sentido, en este caos de
recuerdos, rodeadas de viejos amigos, de buenos recuerdos…y de repente lo
juzgaban, con ojos críticos. ¿No eran todos estos objetos poco más que la
imagen polvorienta de un mundo ya muerto? ¿No tendrían que hacer tabla rasa de
estas antiguallas? ¿Ya sólo eran unos vejestorios?
A los ojos de Doña Concha, la más sensible, asomaron unas lágrimas.
La próxima partida tenía que
ser en casa de Doña Carmen, y esta perspectiva la llenó de angustia.
Empezó poniendo en su
dormitorio la imagen de la Virgen de la Fuensanta que tronaba en su salón así
como su colección de perritos de porcelana. Quitó los tapetes de ganchillo que
protegían los brazos y la cabecera de su sofá de flores, y puso las fotos más
antiguas en un cajón. (“Perdón abuelos, lo siento padres”). Se gastó un dineral
en unos pastelitos que no eran de la mejor pastelería de Murcia e hizo unos
emparedados de jamón york y lechuga. Pero, aunque accedió a hacer una limonada,
se negó en prescindir del café con leche.
Este día el calor era
verdaderamente asfixiante y el ventilador hacía un ruido algo chirriante.
“¡Esto es lo que hay niña!
Pensó ella, y si no te gusta podemos perfectamente jugar sin ti.”
Cuando llegaron sus dos
amigas, se dieron perfectamente cuenta de los cambios operados, pero se
callaron y no hicieron ningún comentario, cosa poco habitual en ellas. Por fin
llamó a la puerta la señora “alcaldesa”, y después de una rápida mirada al
salón dijo:
“¡Qué casa más encantadora! ¡Me
trae tantos buenos recuerdos de las vacaciones en casa de mi abuela!”
No hubiese podido hacerlo
peor, y a la anfitriona le sentó a cuerno quemado.
Después de sentarse en la
mesa camilla, la intrusa preguntó:
“¿No le parece algo incómodo
jugar a las cartas en una mesa redonda?” Luego se secó la frente sudorosa y le
recomendó a Doña Concha aprovechar la
oferta tan buena que hacia el “hiper” en aires acondicionados.
“Lo hemos puesto en todas las
habitaciones y, la verdad, en esta región me parece casi indispensable.”
“¡La madre que te parió!”,
pensó la dueña de la casa, saltándose, aunque fuera en pensamientos, todas las
reglas de educación que se imponía.
Gracias a Dios, en esta tarde,
las cartas no fueron favorables a esta mujer, y aunque la partida se quedó “en tablas”,
fue un consuelo para las otras.
Cuando llegó la merienda, la
anfitriona se temía lo peor pero, la verdad sea dicha, la intrusa se
comportó…más o menos. Tomó un emparedado y dos pastelitos, alegando que estaba
a régimen así que las amigas se tuvieron que adaptar y, a pesar del hambre que
tenían y de la buena pinta que tenía lo ofrecido, fueron más que comedidas.
A partir de este momento, la
vida de nuestras heroínas cambió. En vez de aceptar que eran sencillamente unas
señoras entraditas en años, redonditas y felices, decidieron que había que
ponerse al día.
¡Adiós a los desayunos en
esta cafetería que había remplazado al casino!
¡Adiós a los aperitivos y a
las buenas comidas! Hasta la siesta se vio como algo pecaminoso.
Se matricularon en las
sesiones de gimnasia para la tercera edad, y hasta fueron al menos una vez por
semana a la piscina, apretadas en unos bañadores más parecidos a fajas que a
trajes de baño.
Renunciaron a las emisiones
de corazón, obligándose a limitarse a los documentales de la 2.
El marido de Doña Fuensanta
protestó que su mujer le quería matar de hambre y que los documentales de
animalitos no le dejaban dormir tranquilamente. Pero se encontró frente a una
adversaria implacable y tuvo que matar el hambre en la trastienda del “super”
con unos congelados o latas que, aunque decía a los clientes que esta cocina
moderna les evitaba el engorro de pasar tiempo guisando, tenía que reconocer
que eran un asco.
Compraron una mesa cuadrada
que no admitía falda ni el brasero tan agradable en los meses de invierno y
dejaron las figuritas y las fotos de los padres y abuelos en sus dormitorios o
escondidas en cajones.
Perdieron algunos kilos pero
sobre todo perdieron su alegría. Ya no se les podía oír riéndose a carcajadas
limpias con unos chistes, en general muy malos. Ya no se pasaban las horas
hablando con este o el otro en la calle para enterarse de los chismes del
pueblo. La verdad eran sombras de ellas mismas. Sus conciudadanos estaban algo
preocupados y no reconocían a las que habían conocido alegres, seguras de ellas
mismas y a veces algo insoportables…pero preferían las de antes.
Seguían las partidas de
carta, pero ya no eran una deliciosa rutina amistosa sino sólo unas partidas de
cartas.
No se podía en estos momentos comentar los
chismes locales o los de algún famoso, ya que la señora “alcaldesa” los
encontraba una solemne tontería…hasta llegó a hablar de ellos como del opio del
pueblo. Es que la buena señora había estudiado aunque tenía cierta tendencia en
manipular a Marx a su antojo.
Para celebrar su santo
(¡Desde cuando los rojos celebraban su santo!), organizó en su casa una
fiestecita con gente “bien” del pueblo; hasta se dignó a invitar al jefe de la
oposición y antiguo alcalde y al cura.
Las tres amigas fueron,
luciendo sus mejores galas , Doña Fuensanta acompañada deu su
marido algo recalcitrante. Había un buffet de lo más lujoso: salmón, caviar que
resultaba ser huevas de Lumpo y hasta
“Foie” francés, todo regado con “Champagne” del mismo origen. Es que la
señora había vivido hasta los tres años en Francia donde emigraron sus padres,
y estos tres años le habían marcado para toda la vida. Cómo acostumbraba, el
buffet fue lujoso pero escaso y, cuando los invitados después de cumplir con
las marcas de educación más exquisitas volvieron a sus casas, más de uno tuvo
que matar el hambre con un buen bocadillo de jamón regado con un Jumilla que no
tenía nada que envidiar a los caldos franchutes.
Pero, después de esto, las
tres amigas llegaron a la conclusión que eran ellas unas pueblerinas paletas.
Transcurrían los meses y sólo un milagro hubiese podido salvar a las
amigas de una verdadera depresión, esta
que sólo se puede permitir la gente de las revistas.
Y Dios en su bondad, decidió
arreglar este desastre.
Doña Mercedes, nunca se había
podido acostumbrar a la vida en la capital y un buen día apareció en el pueblo,
con la firme intención de no dejarlo nunca más.
Lo primero que hizo fue
llamar a la puerta de su amiga Carmen.
Cuando la vio no pudo evitar
una exclamación de asombro.
“¡Querida, que te ha pasado!
¡No estarás enferma!
- En absoluto, todo lo contrario,
estoy teniendo una vida sana, hago deportes y casi no como.
- ¡Deportes! ¡A nuestra edad!
¿Y cómo es que casi no comes? ¿Y todas las cosas tan monas que tenías en la
casa?”
Sin contestar, Doña Carmen
llamó por teléfono a las otras…y cuando llegaron, Doña Mercedes no se podía
creerse el cambio tan drástico que habían sufrido sus viejas amigas.
Por única respuesta a sus
preguntas y a su preocupación, se contentaron con suspirar.
“¡Da igual! Para celebrar mi
vuelta, esta tarde partidita en mi casa.”
Las otras se miraron
dubitativas.
“¿Tal vez habría que avisar a
Cristina?
- ¿Quién es esta Cristina?”
Fue en este mismo momento
cuando Doña Carmen recuperó la cordura: “¡Qué diablos! ¡Desde luego que no! ¡Ni
Cristina ni puñetas! (con perdón). No la necesitamos para nada, y todas
preferimos jugar con Mercedes. ¿Ah que sí?”
Una ola de emoción les
embargó y, todas se abrazaron con lágrimas en los ojos
La partida en casa de
Mercedes fue una autentica delicia, con apuestas pequeñas, comentarios del
último “Holá” y una merendona que se zamparon con alegría y sin la menor sombra
de arrepentimiento.
Explicar a la mujer del
alcalde que había vuelto su amiga y que no podían dejarla después de tantos años de fiel amistad fue
bastante fácil.
Las figuritas, la Virgen de
la Fuensanta, las fotos de los abuelos recuperaron el sitio que nunca tuvieron
que dejar.
Las mesas cuadradas se
regalaron a la “casa del pueblo” para que los viejos puedan jugar cómodamente
al Tute o a los dominós.
Renunciaron a la gimnasia
para la tercera edad, pero no les disgustaba darse de vez en cuando un chapuzón
en la piscina cuando el calor apretaba.
Los tapetes de ganchillo
volvieron a adornar los sillones y las mesas de camilla…y, sobre todo, las
amigas pudieron por fin disfrutar de la buena vida. ¿Cómo habían podido ser tan
tontas como para privarse de unos buenos bollos, de la cecina, las almendras y
el vino dulce y de sus queridas
meriendas con chistes malos y buenas carcajadas?
Desde luego tuvieron que
separarse de estos vestidos algo ajustados que ya no le entraban, y sus arrugas
mejoraron de forma significativa con el relleno adquirido. Y cuando se miraban
en el espejo, veían lo que había que ver: unas señoras, entraditas en años,
algo regordetas y felices.
Así termina, con final feliz
por supuesto, este trocito de vida en un encantador pueblo de la vega murciana
donde da gusto comer, reír y divertirse con buenos amigos. En él, la política
puede llegar a ser una diversión y los
cambios tardan un poco más en notarse que en otros lugares menos afortunados.
¿Para qué cambiar lo que es
casi perfecto?
AUTOR: @mlarderius
AUTOR: @mlarderius
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